La santidad que buscamos no consiste en la perfección humana ni en la fuerza de voluntad sino en la gracia de Dios.

  por Bruce Yocum

Hace algún tiempo estaba aconsejando a alguien que había estado batallando con un área de pecado en particular. En cierto punto de nuestra conversación esta persona dijo, realmente angustiada, “¡Estoy seguro de que Dios sabe que yo no puedo cambiar esto!” Esta breve oración reveló tanto la raíz del problema así como su solución definitiva.

Este hombre quería que Dios le mostrara misericordia, pero quedó claro en nuestra conversación que el pensaba que la misericordia de Dios vendría en la forma de una excepción: Sí, está mal hacer esto, pero Dios va a tener que excusarme por esto, y hacer una excepción en mi caso, porque yo no puedo cambiar.

Por lo menos, él no estaba optando por la solución más radical, una solución que se ha vuelto muy popular hoy en día y que dice más o menos así: “No importa cuanto lo intente, no puedo conquistar esta área de pecado. Y hay tantas otras personas como yo. Somos gente bien intencionada, que intentamos ser decentes y nos esforzamos por no _____ (complete con su pecado inconquistable favorito), pero no logramos dominar este problema. Por lo tanto, no debe ser tan malo. Por lo menos no está mal para mi.

No, este hombre no había tomado esa desviación fatal, pero igualmente se estaba rindiendo ante el pecado. Su sumisión no significaba una completa redefinición del pecado, pero sí entregaba una parte de su vida al poder del pecado. El se dio cuenta de que no tenía las fuerzas para vencer a este pecado, entonces, en lugar de obedecer a Dios, ofrecía excusas (“soy muy débil”).

El dominio del pecado revela nuestra debilidad
¿Acaso no nos hemos visto en la misma posición al menos una vez en nuestra vida? ¿Acaso no nos hemos encontrado con un pecado tan resistente que terminamos clamando “Dios sabe que yo no puedo cambiar esto”? Cualquiera que ha decidido seguir al Señor y vivir una vida de rectitud se ha enfrentado al sofocante dominio del pecado, y en ese encuentro ha descubierto, también, su propia debilidad.

Pero bueno, ¿no es acaso una muy buena excusa? “El problema no es solo mío, todos también han fallado. Seamos realistas, incluso cuando damos lo mejor y vivimos una vida generalmente decente, siempre va a haber áreas donde tendemos que aceptar que no podemos evitar el pecado. En lugar de una completa obediencia, Dios tendrá que aceptar uno que otro pecado, para el cual tenemos una buena excusa.”

Cuando yo era niño [hace más de 50 años], las biografías de Cristianos heroicos y virtuosos eran muy populares entre los niños (y adultos) que habían sido criados de un modo religioso, así que yo leí bastantes. Esas personas eran asombrosas. Yo las admiraba mucho, pero los breves destellos del celo santo por ser como ellos se apagaban rápidamente debido a mis fallos casi diarios. Yo admiraba a esta gente pero no podía ser como ellos, simplemente porque yo no era como ellos. Ellos habían nacido o crecido, de algún modo, sin esa debilidad que yo tenía.

Quizás por el modo en que estaban escritos, o por mi propia ignorancia, yo saqué la lección equivocada de esos libros cuando era niño. Yo asumí que ellos eran espiritualmente invencibles, pero ahora me doy cuenta que todas esas personas eran iguales que yo en su debilidad. Algunos de ellos quizás tenían mayores debilidades que yo. Pero ellos entendieron un principio muy importante.

No excusas, sino gracia
El hombre a quién yo aconsejaba me dijo hace unas semanas “¡Dios tiene que entender que yo no puedo cambiar esto!” Y él tenía razón. Dios entiende. Pero Dios nos da la gracia para cambiar aquello que nosotros no podemos cambiar – si se lo pedimos y si estamos dispuestos a mantener la continua lucha contra el pecado a pesar de las humillantes derrotas. Diez o quince años de una continua e infructuosa lucha contra el pecado podría parecer como un récord de fracaso – el total opuesto de una vida de santidad. Pero si persistimos en la lucha, si nos negamos a excusar nuestro pecado y, en cambio, cada vez nos arrepentimos y pedimos la gracia de Dios, entonces Dios en su misericordia nos hará santos.

La santidad que buscamos no consiste en la perfección humana ni en la fuerza de voluntad. Es un regalo de Dios que nos comparte su propia naturaleza, es una unión con él que sólo él puede producir. Nuestro mayor esfuerzo por vivir rectamente y obedecer está tan lejos de nuestro alcance así como los cielos de la tierra. Nada de lo que hagamos y ningún esfuerzo que pudiéramos hacer será suficiente para producir la verdadera santidad. Solo Dios puede hacer eso.

Estamos siendo probados en un crisol, todos nosotros, una purificación en el fuego que Dios usa para hacer lo que nosotros no podemos. Pues en las circunstancias de nuestra vida cotidiana, una y otra vez escogemos creer y obedecer la palabra de Dios y confrontar la humillante realidad de nuestra pecaminosidad, que se revela en nuestros fracasos. Podemos huir de la lucha si queremos. Podemos evitar la humillación del arrepentimiento inventando nuestras excusas. Pero si hacemos eso, nos daremos cuenta finalmente que nos hemos entregado a una esclavitud al pecado que es, por mucho, más humillante

“¡Dios debe saber que yo no puedo cambiar esto!” Sí, Dios lo sabe y él sabe que en esto no eres diferente de ningún otro hombre o mujer o niño, sin embargo el nos ha llamado a la santidad. No tenemos que ofrecerle a Dios excusas por no ser santos. Simplemente debemos volvernos a él continuamente en humilde y confiado arrepentimiento y dejar que sea él, en su gracia, quien nos revista con su propia santidad.

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Bruce Yocum es un miembro de los Siervos de la Palabra. Anteriormente Presidente de la Asociación Cristo Rey y del Consejo Ejecutivo Internacional de la Espada del Espíritu.

Este artículo fue publicado originalmente en New Covenant en1989. Tomado de El Baluarte Viviente Febrero-Marzo 2011Usado con permiso.