‘- por Carlos Alonso Vargas

Cuando, en nuestra época, se habla de ayuno, lo más frecuente es apuntar a lo que podríamos llamar su dimensión “social” u “horizontal”: se dice que el ayuno encuentra su sentido en que los alimentos que uno no se comió al ayunar (o el equivalente monetario de esos alimentos) se los dé uno a alguna persona pobre. Entonces, uno se priva de alimentos para compartirlos con los necesitados.

Esa es sin duda una expresión y justificación muy loable del ayuno. Nos impulsa a compartir los bienes materiales con quienes habitualmente los necesitan, cuando nosotros habitualmente los tenemos. Más aún, nos lleva a una verdadera solidaridad con ellos: al no comer, estamos experimentando “en carne propia” (literalmente) lo que ellos suelen experimentar por su indigencia.

No solo es algo bueno ver el ayuno así, sino que tiene claros antecedentes ya en el AT. En Isaías 58:3-12 (especialmente vv. 6-10) el Señor reprende a los que ayunan mientras explotan a sus trabajadores y dice en qué consiste el verdadero ayuno que a él le agrada. Hay que aclarar, sin embargo, que el énfasis de este pasaje no es tanto el que uno dé a los pobres lo que no se comió o el dinero que no usó, sino que la vida de uno sea coherente en vez de contradictoria: para que el ayuno agrade a Dios tiene que ir acompañado de una vida recta, en que uno es justo con los demás y no se está aprovechando de ellos, y en que comparte sus bienes y ayuda a los necesitados. Si, en cambio, uno es injusto y egoísta, su ayuno y sus demás prácticas religiosas serán algo puramente exterior que no vale nada ante Dios.

También algunos Padres de la Iglesia,(1) en los primeros siglos del cristianismo, mencionan explícitamente esta práctica de dar a los pobres el alimento del que uno se privó al ayunar. De manera que ver el ayuno de ese modo no es algo nuevo, sino que tiene su asidero en la antigüedad cristiana.

Sin embargo, modernamente pareciera que se tiende a enfatizar solamente ese aspecto “social” del ayuno, que, si bien tiene claro fundamento tanto en la tradición judía como en la cristiana, en ninguna de ellas agota el sentido del ayuno. Hoy se enfatiza tanto esa dimensión social que pareciera olvidarse o dejarse de lado, si no negar del todo, que hay otras dimensiones que también le dan valor y sentido a la práctica del ayuno.

En la tradición católica existe también cierta tendencia a ver el ayuno como “sacrificio” entendido como “privación”. Esto también tiene su fundamento (al que más adelante nos referiremos), pero fácilmente se desfigura hacia una relación de tipo “mercantilista”: se tiende a pensar que el hecho mismo de privarse uno de algo le “gana puntos” ante Dios, un poco dentro de la filosofía de que “el que peca y reza empata”. Esto responde a una forma incorrecta de entender lo que significa “sacrificio”, que no es necesariamente una negación o privación, sino más bien una ofrenda, entrega o don que se le hace a Dios para rendirle culto y reconocer su señorío.

Finalmente, hay quienes destacan la realidad práctica de que cuando uno ayuna tiene más tiempo disponible para la oración. Eso es cierto, como también es cierto que es muy aconsejable dedicarse a orar en el tiempo en que uno estaría comiendo, y también es cierto —como veremos luego— que el ayuno y la oración están muy relacionados entre sí. Pero eso no quiere decir que esa sea la razón por la que uno ayuna, o lo que explica totalmente la práctica del ayuno y le da sentido. Sería como decir que el ayuno cristiano es para bajar de peso: es cierto que uno puede bajar de peso cuando ayuna, pero eso será un subproducto del ayuno y no su objetivo principal. (Si ese es el objetivo principal, entonces ya no se puede hablar de ayuno cristiano o del ayuno como una práctica religiosa.)

Antecedentes en la Escritura y en la tradición cristiana

En el AT nos encontramos que el ayuno se practica principalmente con dos propósitos: “afligir el alma” y “buscar el rostro del Señor”. Con “afligir el alma”, el AT se refiere principalmente a quebrantar el propio orgullo: al privarse de la comida ya uno no se siente satisfecho, no tiene de qué jactarse, y está en una especie de duelo. Por su parte, lo de “buscar el rostro del Señor” quiere decir entablar con Dios una relación personal caracterizada ante todo por la justicia y la obediencia a sus mandamientos.

En el caso de los cristianos, sabemos con certeza que el ayuno se practicaba desde los inicios; así se indica en el NT (Mt 6:16; 9:15; Hch 13:3; 14:23; 27:9; 1 Cor 7:5) y se dice claramente en la Didajé (2) y otros escritos antiguos. Pero son los llamados “Padres del desierto” (algunos de los iniciadores del movimiento monástico en los desiertos de Egipto, Siria y Palestina, s. IV en adelante) los primeros en enunciar al menos dos propósitos muy claros para el ayuno, dentro de sus disciplinas de comunión con Dios y de crecimiento cristiano. Para ellos el ayuno es uno de los medios principales de luchar contra las pasiones —es decir, de dominarse a sí mismo y luchar contra la tentación—, y también una forma de combate espiritual contra el enemigo. Estos dos conceptos, junto con los antecedentes del AT, los desarrollaremos en la sección siguiente como parte del sentido espiritual del ayuno.

Dimensiones del sentido espiritual del ayuno

Al hablar del sentido “espiritual” nos referimos directamente a lo que tiene que ver con nuestra relación personal con Dios, nuestro crecimiento cristiano y nuestra vida en santidad, que incluye, desde luego, todos los aspectos de nuestra vida. Esa relación es de comunión con Dios en el Espíritu Santo, y es por eso que la llamamos “espiritual”. De modo que no estamos hablando en absoluto de lo “espiritual” en términos dualistas como se suele entender entre los seguidores de las escuelas esotéricas u ocultistas, donde va contrapuesto a lo “material” que se concibe como malo o, al menos, inferior a lo inmaterial.

Al contrario: como veremos, precisamente porque el cristianismo no es dualista sino que ve al ser humano como una entidad unificada, algo material como el ayuno (que es una práctica que tiene que ver directamente con nuestro cuerpo, nuestra materia) tiene sus implicaciones y efectos en nuestra vida espiritual. Vamos a explorar algunas de esas dimensiones que le dan al ayuno un valor espiritual, en el sentido antes apuntado.

  1. El ayuno como “búsqueda del rostro del Señor”

El ayuno es algo cuyos efectos físicos, sobre todo después de algunas horas, podemos sentir, experimentar o percibir: la sensación, tal vez no siempre de hambre propiamente dicha, pero sí al menos de “ganas de comer”, nos hace recordar, queramos o no, que estamos ayunando. Y si recordamos que estamos ayunando, de inmediato recordamos por qué estamos ayunando. Podríamos entonces dirigir la atención hacia nosotros mismos (qué es lo que sentimos, cuánta falta creemos que nos hace la comida…) pero, si de veras tenemos seriedad como cristianos, no nos será difícil dirigir la atención más bien hacia Dios, porque sea cual sea el propósito de ese ayuno específico, lo estamos haciendo a fin de cuentas por causa de Dios y de nuestra relación con él.

Es por esto que el ayuno se ha entendido tradicionalmente como un medio de “penitencia”, es decir, de convertirnos a Dios, de volvernos hacia él personalmente. El ayuno entonces, como la oración, es un medio para lo que el AT llama “buscar el rostro del Señor”, es decir, relacionarnos personalmente con él, estar en su presencia, buscar la intimidad con él. Esto se ve claramente cuando, en un día de ayuno, oramos: es mucho más fácil la oración —ya sea de alabanza, de arrepentimiento, de petición o cualquier otra modalidad—, el trato personal con Dios, cuando estamos ayunando que cuando tenemos el estómago lleno y estamos totalmente satisfechos.

El ayuno nos permite, en efecto, experimentar vivamente la realidad de que Dios es nuestro mayor bien, nuestro tesoro, lo que más anhelamos. Al sentir hambre física, más fácilmente sentiremos hambre de Dios, de su presencia y de su poder, y podremos vivir esa verdad de que él es el único que realmente puede llenarnos y saciarnos. Más aún, al ayunar estamos declarando con el cuerpo que lo que verdaderamente nos interesa sobre todo es la cercanía con el Señor.

Entonces se cumple en nosotros la respuesta que, citando Dt. 8:3, le dio Jesús al tentador al final de su ayuno en el desierto: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que salga de la boca de Dios” (Mt. 4:4). Por eso, precisamente, el ayuno va directamente relacionado no solo con la oración, sino también con el alimentarnos de la Palabra de Dios en la Escritura. Esta es también una expresión de nuestra seriedad en “buscar el rostro de Dios”.

  1. El ayuno como medio de “afligir el alma”

La expresión hebrea “afligir el alma” hace referencia a humillarse uno a sí mismo; es lo contrario de “inflarse” o “envanecerse”. El que todo lo tiene en lo material, o el que está saciado y lleno después de un banquete, fácilmente alardeará de su abundancia y de su llenura. “Afligir el alma” es en cierto modo estar de duelo; por eso el estar de fiesta o de banquete impide que uno “aflija el alma”. Así pues, el ayunar es una forma práctica de humillarnos, de limitarnos, de ponernos en situación de necesidad y de carencia.

La comida, el alimento, es algo necesario y bueno. Los alimentos son buenos; son parte de la creación de Dios y él nos los provee para nuestra subsistencia y nuestro gozo. Así que al ayunar no estamos renunciando a algo malo, sino privándonos de algo bueno, algo que necesitamos.

En otras palabras, ayunar es hacernos pobres. Al prescindir de algo que es necesario, algo a lo que tenemos derecho, nos estamos poniendo en condición de necesitados ante Dios. Estamos presentándonos ante él con las manos vacías, en pobreza; nos estamos reconociendo necesitados de él, con hambre de él. Y esto es nada menos que ser “pobres de espíritu”: reconocernos pobres, reconocer que no podemos alcanzar la dicha por nuestros propios medios, que no tenemos en nuestras manos el poder para salvarnos. Y estos pobres de espíritu, dice Jesús, son dichosos porque a ellos “les pertenece el Reino de los Cielos” (Mt. 5:3): al reconocernos pobres y limitados ante Dios, podemos recibir toda la bendición, la salvación y la bienaventuranza que él tiene para nosotros.

  1. El ayuno y la sensibilidad espiritual

Si la mucha comida fácilmente nos embota y nos distrae (cf. Lc. 21:34), el privarnos de ella en el ayuno puede ayudarnos a estar más sensibles y alertas a las realidades espirituales: la presencia de Dios y su poder, el mensaje de su Palabra, la guía del Espíritu. Es posible por eso que, cuando estamos ayunando, algunos dones del Espíritu (como el de discernimiento) puedan agudizarse más o manifestarse más fácilmente.

Los Padres del desierto veían por eso el ayuno como una de las principales formas de “vigilancia”, de estar en vela ante el Señor según nos lo manda Jesús en el Evangelio (Mt. 24:42-44). La mucha comida adormece; el ayuno nos ayuda a mantenernos despiertos y preparados para la acción del Señor. Este es el sentido del ayuno que se recomienda a quienes se van a bautizar como adultos o a quienes se preparan para la confirmación.

  1. Ayuno, oración y sacrificio

El ayuno es, en cierto modo, una forma de oración; es hacer que el cuerpo entero participe de la oración al presentarse vacío, pobre y necesitado ante Dios. Precisamente porque somos seres unificados (no somos un alma “metida” en un cuerpo-cárcel o en un cuerpo-cascarón, sino un ser unificado que consta de cuerpo y alma, de un elemento material y otro inmaterial), nuestro cuerpo participa de diferentes modos en la oración. La oración no es algo exclusivamente mental, exclusivamente interior o “espiritual” (en el otro sentido de la palabra): la oración es del ser humano entero, con cuerpo y alma. Por eso al orar podemos hacer cosas como ponernos de pie o arrodillarnos, levantar las manos o juntarlas, cerrar los ojos, cantar.

En el caso del ayuno, es el cuerpo entero el que se está poniendo en oración o uniéndose a la oración. Ayunar es llevar la oración al nivel corporal, mostrar que nuestra oración es tan “en serio” que participamos con todo nuestro ser, que podemos pasar “de las palabras a los hechos”.

Por aquí llegamos a un entendimiento correcto del ayuno como sacrificio. En nuestros días, muchos cristianos tienen la idea de que un sacrificio consiste ante todo en negarse algo en vez de disfrutarlo, o incluso en que esa negación produzca dolor. Pero en el AT los sacrificios no eran tanto cosas que uno se negara o se quitara a sí mismo, sino principalmente cosas que uno ofrecía o entregaba a Dios como un don de culto a él. Una acción frecuente en nuestros días nos puede ayudar a entenderlo: la costumbre de que un gobernante que llega a otro país presente una “ofrenda floral” en un monumento público que tiene un simbolismo especial para el país visitado. Al hacerlo, no está “privándose” de nada sino dando un regalo como modo de reconocer y honrar el valor o la importancia de ese monumento y, por lo tanto, del país en sí. Así, presentarle a Dios un sacrificio u ofrenda es un modo de reconocerlo y honrarlo como Dios, es decir, de rendirle culto. (Claro que, para “regalarle” a Dios un buey o una oveja, hay que matarlos, o para “regalarle” vino hay que derramarlo en libación, porque es la forma de decir que estamos renunciando a usarlos nosotros y entregándoselos a él, consagrándolos a él; en ese sentido nos estamos “privando” de ellos. Pero lo principal de un sacrificio no es la privación misma, ni el posible sufrimiento que ella pueda causarnos; lo principal es la entrega o dedicación/consagración.) Podemos ver entonces que el sacrificio, en sentido bíblico, tiene toda una dimensión positiva: es más dar que quitar.

En la Nueva Alianza, el sacrificio único de Cristo reúne en sí mismo todos los sacrificios del AT, los supera y los deja abolidos, como desarrolla ampliamente la Carta a los Hebreos. Ese sacrificio único es la máxima y definitiva expresión de culto a Dios, al cual nos unimos todos los cristianos como cuerpo de Cristo que somos. Pero precisamente por esa unión con Cristo, el NT habla de que nosotros también, en nuestro culto a Dios, le “ofrecemos sacrificios espirituales” (1 Pe 2:5). La Carta a los Hebreos menciona dos ejemplos de esos sacrificios: nuestra alabanza, y el compartir nuestros bienes con los demás (Heb. 13:15-16).

Pero además, San Pablo nos dice que el culto auténtico o “espiritual” que debemos ofrecer a Dios consiste en “presentar nuestro cuerpo como ofrenda viva” (Rm. 12:1). Si bien es probable que con “cuerpo” se refiera a nuestro ser entero, precisamente se trata de nuestro ser entero en cuanto que abarca nuestra realidad corpórea. Estaríamos forzando el texto si dijéramos que Pablo se refiere específicamente al ayuno; pero a la vez, en la medida en que el ayuno es algo que hacemos con nuestro cuerpo, podemos afirmar que ayunar es una expresión concreta de ese culto auténtico en que presentamos a Dios nuestro cuerpo y nuestro ser.

  1. Una forma de intercesión

Por su estrecha unión con la oración, el ayuno puede ser específicamente una forma de intercesión. Incluso durante los tiempos del día en que no estamos orando, el cuerpo sigue ayunando: es como una intercesión constante, no con palabras ni con la mente sino con el cuerpo que está “presentado a Dios” como ofrenda. Es análogo a la costumbre que tienen algunos cristianos de dejar encendida una vela como símbolo de su intercesión: en algunos momentos ellos podrán no estar pensando en la oración o intención que tienen, pero la vela sigue encendida como una intercesión constante ante Dios.

Por eso podemos decir que estamos ayunando “por” tal necesidad o petición que le hacemos a Dios. Ayunar para interceder es una forma de hacer más intensa, más seria y más completa nuestra intercesión ante el Señor.

  1. “Lucha contra las pasiones”

Como hemos dicho, ayunar es privarse de algo que es necesario y bueno: el alimento. Para ayunar, uno tiene que ejercer la fuerza de su voluntad, porque lo que uno haría “por instinto” o por naturaleza es comer. Ayunar es una decisión que exige dominio propio, pero no solo lo exige sino que lo ejercita. Al dominarse uno a sí mismo en algo que es natural y bueno (el deseo de comer, el hambre), su carácter se fortalece y entonces adquiere más dominio propio en general. El dominio propio, recordemos, es parte del fruto del Espíritu Santo en nuestra vida (Gál. 5:22-23), es decir, del carácter cristiano maduro.

Por eso, el ayuno es una forma de aprender a dominar aquellos otros deseos que no son buenos; es una forma de vencer nuestra inclinación al mal, de vencer la tentación. Es en este sentido un “ejercicio espiritual”, una “disciplina”, que es el sentido real de la palabra ascesis. La ascesis es ejercitarse en disciplinas que le ayudan a uno a vivir en santidad, en comunión con Dios.

  1. Combate espiritual

Precisamente porque el ayuno le fortalece a uno el carácter cristiano, lo capacita para hacer frente a las tentaciones y engaños del enemigo. Es, entonces, un arma de combate cristiano contra Satanás. Por eso se asocia el ayuno al exorcismo (Mc. 9:29, algunas versiones); por eso también el ayuno es una de las prácticas típicas de la Cuaresma, la cual se entiende como un tiempo de intensificar el combate cristiano contra todas las manifestaciones del mal en nuestra vida.

Algunas indicaciones prácticas sobre el ayuno

Como muchas otras prácticas cristianas tradicionales, el ayuno decayó mucho en las sociedades occidentales a partir de la época de la Ilustración, y se vio por supuesto impactado por la resultante secularización y descristianización. Eso hizo que muchos buenos cristianos dejaran de ayunar, o nunca aprendieran a hacerlo, por no encontrar razones convincentes para ello. En gran parte, el énfasis actual en la “dimensión horizontal” al que hacíamos referencia al inicio de este ensayo ha surgido modernamente como “la única razón válida” que muchos aceptarían para ayunar, al no tomar en cuenta el sentido espiritual que aquí hemos expuesto.

En el caso concreto de la Iglesia Católica, las exigencias eclesiales en cuanto al ayuno se aflojaron grandemente a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965),(3) en gran parte con la intención de facilitar a los fieles la participación en la liturgia y la vivencia de la conversión en un sentido más amplio, en medio de la sociedad moderna. Aunque esa intención tenía algo de bueno, su resultado negativo ha sido la casi total desaparición de la disciplina espiritual del ayuno entre los católicos de rito latino. Se mantiene vigente el precepto eclesiástico de ayunar (aunque solo el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo), pero la norma es sumamente suave, ya que se describe el ayuno como tener tres comidas en el día, pero que solo una de ellas sea “fuerte” (término no definido) y que las otras dos juntas no alcancen el volumen de la fuerte; y no comer nada entre comidas. A mi modo de ver, eso no puede llamarse ayuno; es, en el mejor de los casos, un “ayuno light”. Encima de eso, muchos católicos, al no entender el sentido del ayuno, se limitan a hacer lo mínimo requerido para cumplir con la norma, de modo que su cumplimiento es puramente nominal.

Junto con esa definición tan laxa del ayuno va la idea de que, en vez de dejar de comer, uno puede “ayunar (privarse) de otras cosas que no sean la comida”: fumar, beber licor, comer golosinas, ir al cine, ver mucha televisión, etc. Entonces muchos no ayunan de los alimentos normales pero sí se privan de alguna de esas otras cosas. Ciertamente esas privaciones o formas de abstinencia pueden tener su lugar en la vida cristiana (y algunas de ellas deberían ser permanentes), y pueden ayudar al dominio propio; están relacionadas con el ayuno y comparten en alguna medida su sentido espiritual, pero no son ayuno ni lo sustituyen.

Vamos a sugerir algunos modelos o formas de ayuno que en general se pueden practicar en las circunstancias de la vida moderna.

  1. El ayuno “normal” o “básico”

Este sería un ayuno para un día. Se puede repetir por más días, pero siempre con una cena al final de cada día. Consiste en lo siguiente:

–  El día anterior, las comidas deben ser normales; la cena no debe ser demasiado abundante (la idea no es “llenarse” para poder soportar el ayuno).

–  No desayunar ni almorzar;(4) a esas horas se puede tomar alguna bebida.

–  Cenar al atardecer, pero una cena relativamente liviana (si no lo es, puede causar indigestión; tampoco en este caso se trata de “llenarse para reponer”).

–  No comer nada entre comidas; se puede beber agua u otro líquido.

  1. El “medio ayuno” o ayuno de medio día

Se trata de una forma mitigada del anterior:

–  Comidas normales el día anterior.

–  No desayunar; se puede tomar alguna bebida.

–  Almorzar normalmente, es decir, romper el ayuno a partir del mediodía.

–  No comer nada entre el desayuno y el almuerzo; se puede beber agua u otro líquido.

  1. El ayuno moderado

–  Comidas normales el día anterior.

–  No desayunar ni almorzar; pero a esas horas (o en una de ellas), además de alguna bebida, se puede comer algo pequeño como un pedazo de pan, una fruta o algo de ensalada.

–  Cenar al atardecer.

–  No comer nada entre comidas; se puede beber agua u otro líquido.

  1. El ayuno a pan y agua

Esta forma de ayuno fue muy tradicional en la antigüedad cristiana. Es más estricto que el “normal”, y puede ser útil cuando se ayuna por dos días o más.

–  Comidas normales el día anterior.

–  No desayunar, almorzar ni cenar, sino comer solo un pedazo de pan y beber agua a esas horas.

–  No comer nada entre las horas de las comidas; se puede beber agua.

Lo más frecuente para los cristianos es, si hacen el ayuno normal, hacerlo por un día. Si deciden emprender un ayuno más estricto, pueden repetir por varios días ese mismo ayuno normal, o bien (si ya tienen experiencia en hacerlo) el ayuno a pan y agua. También se puede combinar en una semana un día de ayuno normal (por ejemplo el miércoles o el viernes, días tradicionales de ayuno) con ayuno moderado o “medio ayuno” los demás días, excepto el domingo. (La tradición cristiana indica que el domingo no se ayuna, ni siquiera en Cuaresma [con la excepción del “ayuno eucarístico” previo a la comunión dominical, que practicaban antes los católicos y aún conservan los ortodoxos]. El domingo, día del Señor, es el día en que “el novio está con ellos”, y es día de fiesta.)

Para la práctica cristiana del ayuno es importante tener en cuenta los siguientes consejos:

– Por razones de salud, no se debe dejar de beber agua en los días de ayuno. Es muy peligrosa la deshidratación.

–  No hay que “darse un festín” antes del ayuno ni a la hora de romperlo; eso no solo le quita el sentido al ayuno que se hizo, sino que puede causar problemas físicos.

–  No deben hacer ayuno “normal” los niños pequeños ni las personas que estén enfermas, y los ancianos solo si están en capacidad de hacerlo. Esas personas, si van a ayunar, pueden hacerlo en una forma más mitigada, como la del ayuno moderado o el medio ayuno. (En la normativa actual de la Iglesia Católica, no están obligadas a ayunar las personas menores de 21 años ni las mayores de 59.)

–  Lo mismo vale para personas cuya condición de salud les impide pasar varias horas sin comer, como es el caso de quienes padecen de algún tipo de diabetes.

–  Una persona que no ha practicado el ayuno, o que lo ha practicado muy poco, no debe aventurarse de repente a hacer un ayuno de más de un día. Más aún, un ayuno así solo debe emprenderse por razones espirituales serias, después de haber discernido (ojalá con el consejo de otras personas, y especialmente de un director espiritual, si se tiene) que eso es lo que le conviene a uno, por alguna razón especial, para su crecimiento espiritual.

–  En la práctica del ayuno en sus diversas formas, cada persona debe ir encontrando qué es lo que más se adapta a su condición física y a su edad, y lo que da más fruto en su vida cristiana.

El ayuno es una práctica de gran valor en toda la historia bíblica y cristiana. Los cristianos de hoy podemos recuperar su sentido y su ejercicio, siempre buscando “el ayuno que agrada a Dios” (Is 58:6-10), es decir, en una vida cristiana coherente y no de meras prácticas externas. Si lo hacemos así, descubriremos el gran fruto que puede dar el ayuno en nuestro crecimiento cristiano, en nuestra relación personal con Dios y en nuestra comunión con el resto del pueblo cristiano.

NOTAS:

1 He encontrado al menos la siguiente cita en san León Magno: “Que nuestros ayunos contribuyan al alivio de los necesitados. Ningún sacrificio de los creyentes es más agradable al Señor que aquel del cual los pobres se benefician” (Sermón 48, 5; PL 54:300). Es posible que en otros Padres haya ideas similares.

2 La Didajé o “Enseñanza de los apóstoles” es el más antiguo escrito cristiano no bíblico; data probablemente de fines del siglo I o mediados del II.

3 Las nuevas disposiciones en cuanto a la penitencia constan en la constitución apostólica Paenitemini, de Paulo VI, del 17 de febrero de 1966.

4 Con “almuerzo” me refiero a la comida a la mitad día, que en España, México y otros países se suele llamar simplemente “comida”.

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Carlos Alonso Vargas es un coordinador de la Comunidad Árbol de Vida, en San José, Costa Rica. Tomado de Un discípulo en camino y republicado en Baluarte Viviente: Abril-Mayo, 2017  Fotografía en el dominio público