– por Carlos Alonso Vargas
Nunca he leído la novela que lleva ese título, del autor español Vicente Blasco Ibáñez — publicada en 1919 — , que según entiendo trata sobre dos ramas de una misma familia que quedaron en bandos opuestos durante la I Guerra Mundial. Pero durante el siglo XX la influencia de esa novela (y de dos películas estadounidenses que se basaron en ella) hizo que la frase y la figura de “los cuatro jinetes del Apocalipsis” se convirtiera en la imagen más representativa, en el imaginario popular occidental, de las calamidades que supuestamente sobrevendrían al llegar el fin del mundo.
Hay que decir ante todo que, aunque la sola palabra “apocalipsis” provoca terror en mucha gente porque la asocian con catástrofes y espantos, el libro llamado Apocalipsis (es decir la “Revelación” que Jesús resucitado le dio a san Juan) es ante todo un libro de esperanza y de victoria: la victoria definitiva de Cristo y de su Reino, y la derrota total de sus enemigos. Es cierto que en gran medida habla sobre el fin del mundo, pero es que precisamente los cristianos entendemos el “fin del mundo” no como un cataclismo aterrador, sino como la anhelada consumación del plan de Dios y el establecimiento definitivo de su Reino, cuya venida pedimos con insistencia en el Padrenuestro.
Debo hacer otras dos advertencias sobre el Apocalipsis: la primera es que no presenta acontecimientos en un orden cronológico, ni mucho menos fechables como predicción del futuro; la segunda, que, precisamente porque consta de una serie de visiones proféticas, emplea muchos símbolos que se remontan a varios escritos proféticos del Antiguo Testamento y otras piezas de la literatura judía. (Sin embargo, una advertencia sobre esa advertencia: el que se use lenguaje simbólico no quiere decir que los acontecimientos o personajes sean simbólicos. Por ejemplo, el Cordero es un símbolo de Cristo; pero Cristo es un personaje real, y son reales su muerte y resurrección y su venida final.)
Pues bien, al principio del capítulo 6 del Apocalipsis, cuando Juan empieza a narrar las visiones que ha tenido en el cielo sobre “lo que ha de suceder después” (4:1), se describe cómo el Cordero — que representa a Cristo muerto y resucitado, Señor de la historia — va rompiendo uno por uno los siete sellos que mantenían cerrado el libro o rollo de los designios de Dios para la historia humana y su consumación. Obviamente el libro como tal no se podrá abrir sino hasta que se haya roto el séptimo sello. Y es en la apertura de los cuatro primeros sellos donde se mencionan los famosos cuatro jinetes:
1 Y seguí viendo: cuando el Cordero abrió el primero de los siete sellos, oí al primero de los cuatro Vivientes que decía con voz como de trueno: «Ven.» 2Miré y había un caballo blanco; y el que lo montaba tenía un arco; se le dio una corona, y salió como vencedor y para seguir venciendo.
3 Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo Viviente que decía: «Ven.» 4 Entonces salió otro caballo, rojo; al que lo montaba se le concedió quitar de la tierra la paz para que se degollaran unos a otros; se le dio una espada grande.
5 Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer Viviente que decía: «Ven.» Miré entonces y había un caballo negro; el que lo montaba tenía en la mano una balanza, 6 y oí como una voz en medio de los cuatro Vivientes que decía: «Un litro de trigo por un denario, tres litros de cebada por un denario. Pero no causes daño al aceite y al vino.»
7 Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Viviente que decía: «Ven.» 8Miré entonces y había un caballo verdoso; el que lo montaba se llamaba Muerte, y el Hades le seguía. Se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra. (Apocalipsis 6:1–8)
Aunque solo del cuarto jinete se dice que tenga nombre (“Muerte”), posiblemente la descripción de los jinetes segundo y tercero, junto con las palabras finales del versículo 8 (que son una cita aproximada de Ezequiel 14:21, y que no podemos saber si se refieren solo a la Muerte y el Hades o a los cuatro jinetes juntos) han hecho que tradicionalmente se denomine a los jinetes como “la peste, la guerra, el hambre y la muerte”. Siguiendo el orden en que se presentan, al que menos le sienta el nombre tradicional es al primer jinete, que en ningún sentido se describe como “peste”. Más bien la peste, que lógicamente ocasiona gran mortandad, podemos verla incluida en el cuarto jinete.
Apoyándome en la interpretación de mi amigo y maestro Steve Clark, yo entendería que el primer jinete, que “salió como vencedor y para seguir venciendo” (v. 2), representa precisamente el poderío de un imperio que conquista y domina a la humanidad. El color blanco de su caballo simboliza la victoria; el arco, el armamento por el que impone su poder; la corona, la autoridad de gobierno que obtiene al conquistar. Quizás este jinete podría representar a diversos imperios políticos en distintos momentos de la historia: el Imperio Romano, el Imperio Persa, y todos los demás. Y yo diría que en nuestros días tal vez no se trate de un único imperio político (aunque podría llegar a serlo), sino de ese “imperio” occidental globalizado, secularizado y descristianizado que va imponiendo sobre todas las naciones su “pensamiento único”, su disolución moral y su cultura de muerte.
Los otros tres jinetes son bastante claros en su descripción, por lo cual no ofrecen mayor dificultad de interpretación: son la guerra (posiblemente la violencia civil: “se le concedió quitar de la tierra la paz, para que se degollaran unos a otros; se le dio una espada grande”, v. 4); el hambre o la penuria económica (lleva una balanza, y se le ordena que ponga los alimentos básicos a precios altísimos, mientras que los alimentos de lujo quedan sin variar; v. 6); y la muerte que hace estragos por medio de la peste y “las fieras de la tierra”, en lo que pareciera un desorden ecológico (v. 8).
Pero ¿entonces qué? ¿Representan esos jinetes los acontecimientos que dan paso al fin del mundo…? De nuevo basándome en el análisis de Steve, yo diría que no, o al menos no necesariamente. Es que, si nos fijamos bien en la historia y si vemos las noticias de nuestros días, nos damos cuenta de que esas cuatro realidades — llamémoslas “la conquista militar, la guerra, el hambre y la peste/muerte” — han estado siempre presentes, en diversas formas, en la historia de la humanidad. Son, podríamos decir, “el pan de cada día”; son la constante de las calamidades humanas. Esto nos lo confirman unas palabras de Jesús cuando habla acerca del final de los tiempos: “Ustedes oirán de guerras y rumores de guerras, pero procuren no alarmarse. Es necesario que eso suceda, pero no será todavía el fin. Se levantará nación contra nación, y reino contra reino. Habrá hambres y terremotos por todas partes. Todo eso será apenas el comienzo de los dolores” (Mateo 24:6–8).
El Apocalipsis en su conjunto es, podríamos decir, la revelación de los juicios de Dios para salvar a su pueblo e instaurar su Reino definitivo. Ciertamente hay unos de esos juicios que son los que desencadenan ya los actos finales del drama de la historia de la salvación: son los que se ejecutan, como dije arriba, una vez que se han roto los siete sellos y se puede abrir el libro; se narran a partir del capítulo 8 y son introducidos por las siete trompetas y las siete copas. Pero estos otros, en los capítulos 6 y 7, vienen antes de la etapa final — cuando apenas empiezan a romperse los sellos — y por eso son, en cierto modo, el juicio constante de Dios durante la historia de la humanidad.
Esta es la forma en que Dios, entonces, ejecuta su “juicio constante” sobre la humanidad, que en cierto modo prepara el “juicio final” pero no indica que este sea inminente. Como dice Jesús, “no será todavía el fin”. Lo que el vidente nos transmite de parte de Dios, y lo más importante que nos enseña, es que estos juicios vienen de Dios. No son obra de la casualidad, ni malos cálculos de los seres humanos. Brotan del cielo, del trono mismo de Dios, como podemos ver en el pasaje del capítulo 6 que citábamos al principio: es Cristo, el Cordero, quien rompe cada sello; y cada jinete recibe sus órdenes de alguno de los cuatro Vivientes que están junto al trono de Dios, de los cuales se nos habla en el capítulo 4. Es Dios mismo quien realmente dispone el tiempo y el orden en que se van desarrollando ciertos acontecimientos de la historia. Él es el Señor de la historia, de nuestra historia; y Cristo, el Cordero, es el único digno de poner en marcha esos juicios.
Pero ¿por qué hablamos de “juicio”? Nos ayudaría aprender que la palabra griega del Nuevo Testamento que normalmente se traduce como “juicio” es krísis. Sí, de ahí viene nuestro término “crisis”. Dios permite esas calamidades — como la conquista militar, la guerra, el hambre y la peste — o dispone en qué momentos y lugares específicos se van a manifestar, para darle oportunidad a la gente de volverse a él. Entonces cada una de esas “crisis” es un “juicio” porque pone a unos de un lado y a otros del otro: en tiempo de crisis uno puede volverse a Dios, refugiarse en él, acogerse a su plan de salvación y colaborar con su Reino, o puede más bien sumirse en el terror y la desesperación, renegar de Dios y aferrarse a una forma de vida que prescinde de Dios y se apega solo a sus propios medios y recursos, creyéndose autosuficiente. La crisis, el juicio, no es necesariamente un “castigo” sino una encrucijada, un punto de decisión, una coyuntura que nos obliga a optar.
Es claro que no podemos en estos casos hablar de castigos de Dios, pues para todos es evidente que un terremoto, una hambruna, una epidemia mortal, son calamidades y tragedias en que “pagan justos por pecadores”. No es que las víctimas de un suceso así sean más culpables que los demás y merezcan morir. Es porque el “juicio” no es algo que se viene sobre los individuos — unas de las víctimas serán culpables de algo, otras serán totalmente inocentes — sino sobre la humanidad como tal, y allí lo que verdaderamente importa es la respuesta que den a Dios dos grupos de personas: las que sufren esa calamidad y son dañadas por ella, y por otro lado quienes a ella sobreviven. En Lucas 13:1–5 le plantean a Jesús una pregunta sobre una situación parecida: a unos galileos que llegaron al templo a ofrecer un sacrificio, Pilato los mandó matar ahí mismo. Jesús replica: “¿Piensan ustedes que esos galileos, por haber sufrido así, eran más pecadores que todos los demás? ¡Les digo que no! Pero de la misma manera, todos ustedes perecerán a menos que se arrepientan” (vv. 2–3). A continuación él mismo expone un caso similar de unos hombres que fueron aplastados por una torre que se derrumbó, y plantea el mismo desafío: “Todos ustedes perecerán, a menos que se arrepientan” (v. 5). Lo que los juicios de Dios buscan de nosotros es una respuesta de conversión, de volvernos a Dios con todo nuestro ser.
En la actualidad el mundo entero está sufriendo la pandemia del coronavirus “covid19”, y todos hemos experimentado (o empezado a experimentar) varias diferencias importantes entre esta pandemia y otras que la han precedido. En cosa de un par de meses este virus ha golpeado a toda la humanidad, profundamente y en formas totalmente inesperadas. Una de las principales particularidades del momento histórico en que sobreviene esta peste es que la humanidad entera, en todos los países y culturas del mundo, está ahora mucho más unida y entrelazada que unas décadas atrás. Está entrelazada por los avances en la tecnología de las comunicaciones, por los múltiples lazos comerciales y administrativos entre compañías, organizaciones y gobiernos de todos los continentes, por los innumerables viajes que esas relaciones generan, por el turismo, por la diversión y muchas actividades más. Realmente somos ahora, como se ha dicho, una “aldea planetaria”: el mundo se nos ha hecho mucho más pequeño.
La globalización, en efecto, ha unido a la humanidad en formas antes inéditas. Si a todos nos impactaron de alguna forma los ataques terroristas del 2001 y después, si el terremoto y tsunami del 2004 en el Océano Índico fue una magnífica oportunidad para expresar internacionalmente la solidaridad con las poblaciones afectadas, ahora este virus simplemente ha paralizado el mundo, y esto es algo que todos estamos sufriendo de diversas maneras.
Esta pandemia también se diferencia de otras, y principalmente, porque ha puesto de manifiesto lo frágil que es ese sistema mundial del que tan seguros estábamos. Un organismo minúsculo ha sido capaz de traerse abajo no solo los sistemas de salud de varios países, sino, a nivel mundial, el turismo y todas las industrias con él relacionadas, la actividad comercial de las aerolíneas, el negocio de los eventos deportivos, así como incontables empresas, desde las más pequeñas de un barrio hasta las multinacionales más poderosas. Ha provocado profundos cambios en la modalidad en que funcionan las instituciones educativas y académicas, y en muchísimos casos la forma en que se trabaja en las empresas e instituciones. Ha causado la cancelación o aplazamiento de innumerables eventos, desde bodas hasta convenciones de organizaciones internacionales, competiciones deportivas y eventos artísticos y comerciales. Todo el mundo ha tenido que cambiar de planes. Muchas cosas con que contábamos ya no están. Y varias — todavía no sabemos muy bien cuáles — serán completamente diferentes incluso después de que pase la crisis. Es decir, este virus simplemente ha cambiado el mundo y la vida de los seres humanos, y solo más adelante sabremos cómo.
Todo esto debería llevarnos a reflexionar y a percatarnos de que, como humanidad, no podemos confiar tanto en nosotros mismos, en nuestros avances científicos y tecnológicos, en nuestro poderío político y económico, en nuestras formas sofisticadas de organizar la sociedad y de definir nuestros estilos de vida. La humanidad ha sido arrogante. Ha construido una enorme torre con la presunción de que nadie puede superar su ingenio, su conocimiento ni su destreza. Se ha creído dueña y señora de su propio destino, de su presente y su futuro, y hasta de su planeta y de su universo. Y de repente se enfrenta a la realidad de que esa gran torre puede derrumbarse en un instante, de que todas sus seguridades se tambalean. Es hora entonces de reconocer nuestra pequeñez y nuestra limitación: la historia, nuestra historia, no la determinamos nosotros. El Señor de la historia — y por lo tanto de la vida de cada uno de nosotros — es Dios. El Cordero inmolado es el único digno de romper los sellos y abrir el libro: el único que va a llevar a su consumación la historia de la humanidad y el plan completo de Dios. De los “cuatro jinetes del Apocalipsis” vemos ahora en acción la peste y la muerte, así como el descalabro económico que quizás apenas comienza. La guerra y el poderío militar, al menos en lo relacionado con el coronavirus, no parecen estar muy presentes (pero podrían manifestarse a corto o mediano plazo). En todo caso, como vimos antes, calamidades como esas son el “juicio constante” de Dios a lo largo de la historia; son parte de nuestra realidad humana.
¿Se acerca el “fin del mundo”? Tal vez. Los cristianos deberíamos vivir siempre anhelando que se establezca en plenitud el Reino de Dios, y en ese sentido debemos estar preparados para que el fin del mundo sea muy pronto, así como cada uno de nosotros debe estar siempre preparado para su propia muerte. De un modo parecido a la presente coyuntura, ha habido otras en la historia en que quizás el fin del mundo ha estado “muy cerca”.
Pero también podría ser que no: podría ser que queden por delante siglos e incluso milenios de historia de la humanidad. Y en ese caso, este juicio presente, esta crisis, habrá sido una lección para que los que ahora vivimos, en vez de seguir endiosándonos, reconozcamos con humildad al verdadero Señor. Este juicio es una excelente oportunidad para que nos acojamos a Dios y a su misericordia, y para que empecemos a vivir desde ahora el Reino que un día vendrá en plenitud.
__________
Carlos Alonso Vargas es un coordinador de la Comunidad Árbol de Vida, en San José, Costa Rica. Tomado de Medium.com. Pintura de Los cuatro jinetes del Apocalipsis del pintor ruso Víktor Vasnetsov (1887), en el dominio público.