Jesús nació en Belén de Judea (Mateo 2:1)

María dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada. (Lucas 2:7)

– por Don Schwager

¡Qué maravilla! ¡Qué misterio! Dios, que es eterno, inmutable e insondable, se hace visible, vulnerable, débil e indefenso como un bebé judío recién nacido de una virgen sin concepción humana, es ahora un hijo de Israel y el heredero desconocido del trono de David. Dios, cuyo trono está en el cielo entre las innumerables huestes angélicas, ahora hace su morada, no en un palacio lujoso de Jerusalén, sino en una cueva escondida en Belén. Descuidada, sin arreglar, una cueva así sería presa fácil para villanos y asesinos y reyes celosos que quisieran evitarse rivalidad para su poder y prestigio.

¿Por qué escogería Dios hacerse el recién nacido Rey y Mesías de Israel en una tierra ocupada por intrusos hostiles y gobernadores falsos? Solo el amor podría explicar tal misterio, pues los caminos de Dios no son nuestros caminos (Isaías 55:8-9). Él, el excelso, se rebajó por el bien de los humildes y oprimidos. El Señor vino, no pomposo y con la majestad que vendría un rey, sino en mansedumbre y humildad para mostrarnos el camino del amor perfecto. El único lugar para Jesús era la cruz que vino a cargar para llevar nuestros pecados. En el nacimiento humilde de Jesús se presagia el más grande sacrificio que Dios hizo por nosotros cuando su hijo unigénito abrazó voluntariosamente la muerte en la cruz por nuestra salvación.

Jesús nació en una cueva en Belén y su cuerpo crucificado fue enterrado en una cueva en las afueras de Jerusalén. Pero ninguna cueva en el mundo podría contener su cuerpo glorioso y resucitado. Su nacimiento humilde, su vida de servicio entregado y su muerte sacrificial nos revelan la profundidad del amor de Dios por nosotros.  

Así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él. (1 Juan 4:9).

Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. (Juan 3:16).

Existe una gran paradoja en el misterio de la encarnación – el Hijo de Dios asumiendo la carne humana para que nosotros podamos revestirnos de su divinidad. La Biblia dice que él se hizo pobre para que nosotros llegáramos a ser ricos (2 Corintios 8:9) – no ricos en las cosas materiales que perecen, sino ricos en las cosas que perduran – la vida eterna y el gozo infinito con el Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La encarnación es el misterio de tal maravilloso intercambio.

¡Oh admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de la Virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad (Antífona 1 de las Vísperas del 1º de enero)

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Don Schwager es un miembro de los Siervos de la Palabra y autor del Sitio Web Daily Scripture Readings and Meditations. Este artículo fue adaptado de la versión publicada El Baluarte Viviente Diciembre 2007. Usado con permiso