–  por James Munk

Últimamente he estado pensando mucho sobre “casa” – el lugar que anhelamos, y que creemos que, al alcanzarlo, estaremos finalmente satisfechos – el destino de nuestro corazón. Este deseo por nuestra casa pareciera haber sido programado en nuestro interior – en toda la humanidad. Por lo tanto no es de sorprenderse que el hombre establecido tantos lugares con el título de “casa”.

Para algunos, es un apartamento en el cielo con grandes ventanales y con cortinas blancas, un hito de la arquitectura moderna, un tributo sutil (pero inequívoco) a sus gustos personales. Otros buscan una enorme mansión en el campo en una propiedad de 16 hectáreas: con piscina, cochera para 4 vehículos, pista de go-karts (para los niños). Para otros más, no implica un cambio de su casa; sino más bien un cambio de vecinos; si los vecinos pudieran hacer más silencio y subiera el valor de la propiedad, entonces finalmente me sentiría en casa.

Algunos en cambio buscan su casa en un estado emocional o social que les promete el contentamiento. Además, hay más soluciones solo las de ladrillo: quizás la estabilidad financiera, la seguridad, la fama o el reconocimiento en su campo.

¿Encontraste la casa de tus sueños en esa lista? Yo encontré la mía. Y nos engañamos a nosotros mismos si creemos que nunca hemos sentido nuestro corazón abrazando una de esas casas – y vemos nuestros planes y nuestros bolsillos intentando poseerla.

Pero, muchas veces, junto a este anhelo hay una sensación de que, al final, estas cosas terminarán decepcionándonos.  En mi caso, me cuesta creer que si logro conseguir uno de los más pequeños apartamentos en una torre del centro de la ciudad, voy a dejar de estar interesado en el enorme apartamento del piso de arriba. Estas “casas” empeoran nuestro apetito y no satisfacen nuestros anhelos más profundos. Nuestros sentidos nos dicen que algo se está cocinando, pero no estamos invitado a la cena. Nos enfrentamos con el anhelo de una casa y con el infeliz conocimiento de que no la podemos encontrar aquí.

¿Qué podemos hacer? CS Lewis tiene una excelente idea:

Las criaturas no nacen con deseos a menos que exista la satisfacción de estos deseos. Un bebé siente hambre; bueno, existe la comida. Un patito quiere nadar; bueno, hay agua. Los hombres sienten deseo sexual; bueno, existe el sexo. Si encuentro en mí un deseo que ninguna experiencia en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo.

Nuestra casa no es aquí, y Juan 14:2 nos da una percepción de su ubicación: “En la casa de Mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, se lo hubiera dicho; porque voy a preparar un lugar para ustedes.” Estamos invitados a llamar “casa” a la casa de Dios; a estar con él, y vivir con él para siempre.

El mandamiento del desapego
Esta es una invitación extraordinaria, y su gloria va más allá de nuestro entendimiento. Sin embargo, trae consigo un reto mientras aún vivamos en este mundo. Nuestra vida actual y este mundo no son nuestro destino final, y así como un niño que se ha tirado en el sillón, escuchamos a nuestro padre que nos dice: “no te acomodes mucho”: una forma sencilla de decir que no ordenemos nuestra vida de un modo que haga más difícil el momento de dejar este lugar. La Biblia nos presenta este reto, este llamado al desapego, de un modo un poco más crudo:  

“¡Oh gente adúltera! ¿No saben que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Si alguien quiere ser amigo del mundo se vuelve enemigo de Dios.” (Santiago 4:4).“No amen al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él.” (1 Juan 2:15).

Estas palabra no son fáciles de escuchar. Me gusta el mundo. ¡Incluso me gustan algunas cosas del mundo! Pero el Señor pareciera decir seriamente que no me apegue demasiado. Y al considerar los mandamientos del Señor desde una perspectiva eterna, esto tiene mucho sentido. ¡Incluso, cualquier cosa que no sea un desapego certero de las cosas de este mundo es necedad!  “¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?” (Marcos 8:36)? Pero este llamado al desapego del mundo no es adversidad por su propio bien – es un tipo de entrenamiento espiritual. Es la dirección amorosa de un padre que ayuda a sus hijos a entender el mercado de valores de la eternidad.

«No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar.” (Mateo 6:19-20).

Pensemos en el Titanic – cuando el barco se hundía, la clase en que uno viajaba era trivial; el lugar en el bote salvavidas no. Las cosas de este mundo son pasajeras, y nuestra casa no es aquí; y por eso el Señor dice “no te acomodes mucho”.

El reto del compromiso
Este mandamiento de desapegarnos del mundo viene acompañado de un llamado algo paradójico al compromiso vigoroso. Esto se basa en la alternancia entre la casa y el trabajo. Si nuestra casa no es aquí (si nuestro descanso no es aquí), entonces el trabajo, el compromiso, es una alternativa bastante obvia.

Y esta pareciera ser la forma en que la Biblia habla de la identidad de los “labradores” en la tierra que van camino al cielo en el campo de Lucas 10:2, los “siervos” en la parábola de los talentos de Lucas 19 y, el llamado, quizás más famoso, a los apóstoles a ser “pescadores” de hombres.

No me suena muy conocida la parábola que empieza diciendo: “El Reino de Dios es como un hombre sentado en su sillón reclinable…” Mientras esperamos nuestra casa eterna, nuestro lugar de eterno descanso – debemos trabajar por nuestro Señor.

El reto del amor
Más allá del trabajo, el compromiso tiene un segundo componente, más retador: el amor.  Pensemos en las palabras de Jesús en Mateo 23:37: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como reúne la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, pero no quisiste!”

Jesús amaba a Jerusalén, pero no en un sentido de la palabra así como “Yo Corazón NY”. Uno podría suponer que la atracción de Jesús hacia Jerusalén no se debía a todos sus maravillosos servicios culturales – sus cafés, centros comerciales históricos ni restaurantes exóticos. Su amor no dependía del “gusto”: era un amor basado en compromiso y en un deseo de que la gente – su gente – viniera a un buen lugar. Él tenía un amor por el campo de misión que se desprendía de su amor por la misión. No necesariamente el campo: en cierto modo, a pesar del campo.

Este amor me presenta un reto: ¿Yo amo mi ciudad, mi casa temporal, con el mismo fervor que Jesús amaba Jerusalén? Lo dudo, y esa brecha existe por muchas razones. Pero yo sé por lo menos una forma para hacerla más pequeña. Cuando dejamos de buscar un lugar donde hacer nuestra casa, somos más libres para amar un lugar simplemente porque es donde el Señor nos ha llamado a estar. Somos libres para trabajar por amor a los que están a nuestro alrededor y por amor al Señor – no necesariamente porque nos gusta donde estén, ni dónde el Señor nos haya puesto.

Nuestra casa eterna
Al hablar de todo esto de que “nuestra casa no está aquí”, podemos tender a asumir una perspectiva híbrida entre dos sistemas de creencia distintos: la indiferencia Hindú hacia las cosas de este mundo mezclada con la adicción al trabajo de Wall Street. Pero estas no entienden que nuestro enfoque sobre este mundo está cimentado en la esperanza del mundo que vendrá. Lejos de una indiferencia estoica hacia el mundo o una perspectiva extenuante sobre el trabajo, nuestras vidas deberían estar marcadas por el abandono gozoso y el celo contagioso por la obra que el Señor no ha encomendado. Si necesitamos que nos convenzan, pensemos en lo que viene:

“Oí una potente voz que provenía del trono y decía: «¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir.”(Apocalipsis 21:3-4). “Verás esto y te pondrás radiante de alegría; vibrará tu corazón y se henchirá de gozo; porque te traerán los tesoros del mar,  y te llegarán las riquezas de las naciones.” (Isaías 60:5).

Estos pasajes describen nuestra verdadera casa – nuestro destino final: una promesa de riqueza, comodidad, vida eterna y un nuevo orden. Y esta promesa es el principio, no el fin. Si consideramos el más allá simplemente en términos de la riqueza, la satisfacción o la comodidad, como las tenemos aquí y ahora, nos hemos quedado cortos de la mejor parte. Aún si la esperanza en la recompensa celestial consistiera en todas las riquezas de la tierra, estaríamos conformándonos con muy poco.

Nuestra herencia es el Señor mismo: “Tú, Señor, eres mi porción y mi copa; eres tú quien ha afirmado mi suerte. Bellos lugares me han tocado en suerte; ¡preciosa herencia me ha correspondido!”(Salmo 16:5-6). Estamos invitados a la Casa de Dios; y aún más, estamos invitados a estar con Él por siempre. Nuestra casa no es aquí – y, gracias al Señor – estamos invitados a una que es mucho mejor.

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James Munk es un director de misión en Kairós Norteamérica y un miembro de la Comunidad Obra de Cristo en Lansing, MI, EEUU. Tomado de El Baluarte Viviente, Edición Diciembre 2015. Usado con permiso.